jueves, 22 de mayo de 2025

Karyâtis

Suelo pensar
en las Cariátides del Erecteion.
Tan blancas — descoloridas —
como si el tiempo
les hubiera borrado el pulso
pero no el alma.

Me gusta imaginar
que están vivas,
pero no como yo.
Creo que todo respira,
a su manera,
y ellas no son la excepción.

El griego de Hipatia no morirá
hasta que el último grano 
de mármol
se vuelva polvo.
Ni el eco de sus dioses,
que aún rondan las ruinas.

Están tristes.
No pertenecen al lugar que pisan:
un museo frío,
mientras unas réplicas
miran desde lo alto
una Atenas que ya no es suya.

Imagino que esas nuevas
Cariátides
hablan entre sí
en griego moderno.
Y pienso, sobre todo,
en dos.

La Cariátide del Museo Británico,
sola,
olvidada,
tras el pórtico de un templo.
Raptada hace dos siglos,
prisionera.

Allí estuve
frente a ella.
Le mostré a sus hermanas.
No dijo nada,
pero el mármol tembló,
y yo asentí.

La Cariátide decapitada de Atenas,
más inquietante,
detrás de todas.
No puede mirar
pero lo ve todo
desde el Museo de la Acrópolis.

A veces pienso,
que es solo cuerpo 
pero se mueve.
A veces pienso,
que es un cadáver 
al que nadie enterró.

¿Y si las esculturas sin cabeza
están muertas?
¿Y si no lo están,
pero quisieran estarlo?

En Reino Unido,
miran sus heridas,
pero no ven su dolor
e ignoran el eco.
Nombran la piedra,
olvidan la ausencia.

La indiferencia destruye más muros que el odio. Perdón.